Cuando un amigo se va...
Versión libre, basada en un relato de la vida misma de A.P.V.
En aquella habitación de hotel, Robinson se disponía para un concierto privado
que daría en el alto Manhattan esa noche. Le había pedido a su esposa que no le
pasara llamadas; quería bañarse y descansar un poco. Pero de repente sonó el
teléfono:
- Dice que es un tal Andresito, amigo tuyo de la infancia… Le dijo su esposa a través de la puerta del baño. Que está en el Lobby ¿Qué le digo? Al principio Robinson no pudo
recordarlo: “¿Andresito?” -Repasó el
nombre en la memoria. Pero un instante después le vino a la mente sus dos
queridos amigos de la infancia: Pedro y Andrés. “¡¡¡Andresito!!!” Exclamó de un bólido, cayendo en cuenta.
En Fontanar, un barrio de La Habana, vivió junto a una familia que amó profundamente.
La familia tenía dos hijos: Pedro y Andrés, sus amigos de la niñez. Pedro era
contemporáneo con Robinson y Andresito con Yanet, la hermana de Robinson. Eran
inseparables los cuatro; hasta un día inesperado que emigraron a los Estados
Unidos. Nunca más supo de ellos.
“¿Será el mismo?,
¿cuánto habrá cambiado? Andresito debe tener ahora unos cincuenta y tantos años.
Dios mío, ¿cuánto hace que no nos vemos ni comunicamos? ¡Siglos!” Pensaba en todo eso mientras terminaba de vestirse.
Bajó las escaleras como un rayo; su impaciencia no le permitió esperar el
ascensor. Andresito ahora era un hombre alto, aún de cabello negro, algo pasado
de peso; pero con la misma sonrisa que alguna vez Robinson creyó extraviada en
los meandros de su memoria. Por fin, el reencuentro que sobrevino al largo y
fuerte abrazo.
Andresito le contó que desde que partieron de Cuba habían vivido en New
Jersey, que sus padres aún vivían, que tenían un negocio de joyería y que les
iba bien. Ni siquiera sabía que Robinson cantaba. Le comentó que estaba por esa
zona y que se encontró con un cartel anunciando su concierto e imaginó que
aquel Robinson Cruz era el mismo de Fontanar... Entonces, Robinson le preguntó
por Pedro. Andrés, sin pronunciar palabra,
agarró su celular y marcó un número:
- ¿A que no adivinas a quien tengo aquí? Le dijo a Pedro, su hermano. Y sin dejarlo reaccionar le pasó el celular a
Robinson:
- Pedro, soy yo, Robincito. Apenas le dijo con la voz entrecortada. Del otro lado de la línea, Pedro hizo un hondo silencio escrutando
aquel nombre en su memoria. Luego aspiró una gran bocanada de aire y la expiró
con mucha fuerza, y con un nudo en la garganta, por fin dijo:
- ¿Te acuerdas cuando me tiraste una flecha y se me clavó
en… ¡Si me dices dónde, entonces sí eres tú!
- En la frente. Le respondió Robinson con una gran carcajada y
una lágrima en la mejilla.
Los gritos de alegría se escucharon por todo el alto Manhattan. Conversaron
con prisa sobre muchos temas: sus carreras, sus familias, sus amigos comunes -cuyos
nombres aún recordaban-, y de su barrio:
- ¡Fontanar, nuestro planeta! Dijeron casi al unísono.
“¿Te casaste?” Le preguntó Pedro.
/ “Dos veces” / “Igual que yo. ¿Y tienes hijos?” / “Sí”, indicó Robinson. / “Igual
que yo. Estallaron de la risa. ¿Cuántos?”.
/ “Dos, un varón y una hembra.” / “¡Coño,
yo también! ¿Y cómo se llaman?” / “Alain
y Adriana”. En ese momento fue Robinson quien tomó la iniciativa para preguntarle:
- ¿Y a los tuyos, cómo les pusiste? Entonces el silencio se convirtió como en una filosa daga al otro extremo
de la línea y estremecido por la emoción, Pedro le contestó:
- Los míos se llaman: Robinson y Yanet.
Robinson no pudo articular palabras desde ese instante. El celular casi se le
resbaló de sus manos y los ojos se le poblaron de lágrimas. Se fue sin
despedirse de Andresito, entregándole el celular con un gesto mudo; y lloroso, se
dirigió hacia donde lo esperaba -hacía un rato- el auto que lo llevaría a su
concierto.
“Mientras cantaba no podía dejar de pensar que esas cosas
mayormente le ocurren a los cubanos. Tenemos el corazón henchido de los recuerdos
de personas amadas que le hemos tenido que decir adiós. Una vez más la vida me
demostró que el olvido no existe y que aquellos recuerdos que un día creímos
perdidos por la obligada separación -aunque no nos demos cuenta- permanecerán
vivos y latentes en lo más intrincado de nuestros corazones… Es como un tizón
encendido, que no se puede apagar ni con las aguas de un río -parafraseando a
Alberto Cortés-.” Le confesaba Robinson a una
periodista minutos después del concierto.
Horas más tarde, Robinson se encontró de nuevo con Andrés y también con Pedro,
y se reunieron como los grandes amigos que fueron en la infancia..., como los grandes amigos que han sido siempre, aún en la distancia y el tiempo. Pero esa…, esa
es otra historia.
Cuando un amigo se va - Alberto Cortés
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