2 de abril de 2013

A mi prima, María Elena:



La tarde necesitaba atemperarse por el intenso calor y después de escribirte, se vino un aguacero vespertino que duró casi un par de horas. Desde antes comencé a escuchar los truenos desde lejos y por las ventanas ya comenzaba a filtrarse ese aire típico que trae una tormenta. Cambió mi ánimo. Salí a la puerta y miré al cielo; unas densas nubes negras iban cubriendo el techo celeste. Esbocé una gran sonrisa, mientras una ligera brisa fresca batía en mi rostro bañado a ratos por vivísimos resplandores.

Me preparé un café cubano, abrí la puerta trasera y me senté en el quicio para ver como la caída de la tarde se precipitaba tormentosa, como en nuestra tierra. Encendí un cigarrillo. Por fin sobrevino toda aquella agua contenida. Ver caer las gotas con fuerza, sentirlas golpear las hojas de los árboles y el pasto marchito, observar cómo se resisten; respirar ese inconfundible y penetrante perfume característico de la lluvia; ver el agua corriendo a raudales formando charcos..., ¡son recuerdos! Y nuevamente me sentí en casa. Otra vez escuché a mis abuelos. Y una vez más volví a los días de mi infancia en el terruño.

Mi gata se escurrió debajo de la cama por un estruendo de rayo. No está acostumbrada... “¡Y lo que te espera!” –pensé al unísono. Cuando lleguen los aguaceros torrenciales, con los truenos y relámpagos de mayo, sabrá lo que es bueno. Dicen que, en las noches, es un verdadero espectáculo de la naturaleza. Y mientras tanto, yo aquí, desde la décimo séptima provincia de Cuba que es Miami, escuchando a mi Sinsonte con su cante hermoso, acicalando sus plumas por el camino de los Flamboyanes.



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